Para Paola
Soy invidente desde que tengo memoria. Mi vida en la Ciudad de México ha sido difícil. Que es decir cabrona y compleja, con altos grados de desazón y pesadumbre. Seguramente no me creerá, pero mi lugar favorito, en donde me siento verdaderamente feliz, seguro y tranquilo, es en el Metro.
Expuesto en la intemperie de la jungla de concreto nunca sé cuándo puedo cruzar una calle. Los semáforos no tienen sonido. Y aunque tuvieran, tampoco sabría si algún idiota se pasó el alto, o si un bicicletero va en sentido contrario. Ni hablar de los interminables baches en las banquetas —si es que hay banquetas—, o las montañas que se forman por las raíces de los árboles. A cada rato me tropiezo, topo con pared o pierdo el rumbo, y termino quién sabe dónde.
Sí, también es cierto que en el Metro me llego a perder. Pero eventualmente encuentro algún policía o los torniquetes que me orientan. Además, siempre está hasta la madre. A cualquier persona le puedo preguntar sobre el rumbo. Cuando me pierdo en la calle estoy como un lorito diciendo: “disculpa, disculpa, ¿dónde estoy?”, y nadie me pela. En el Metro, tarde que temprano, alguien termina haciéndome caso.
La otra vez escuché un reportaje sobre la inclusión en el Metro. La reportera tomó varias líneas para verificar las estaciones que tenían señalética de braille. Al parecer son contadas. Pero ni al caso. ¿Quién chingados va a estar tocando eso? Seguramente están puerquísimas, llenas de suciedad o sudor de los que esperan recargados.
Tampoco me gusta usar las guías podotáctiles, que son los canales con rieles en el suelo. El problema es que se llenan de polvo, papeles o basurita. A veces se me bota el bastón por su relieve. Nunca más los usé cuando una estaba incompleta. Me quedé parado como pendejo sin saber a qué altura de la estación estaba.
Yo me guío por los sonidos y olores. Quizás por eso disfruto tantísimo este lugar subterráneo. Me apetece como otro mundo, escondido en grandes cuevas, con estímulos inagotables que mantienen vivos todos mis sentidos. Al bajar la escalinata de cualquier estación, me imagino como un astronauta pisando la superficie de otro planeta.
Cuando vivía por el Bosque de Chapultepec, hace ya varios años, utilizaba el Metro para ir a mi trabajo en el centro de la ciudad. Para llegar a la estación Chapultepec, me guiaba por el olor a chocolate de la panadería que estaba en la esquina de mi casa. En cuanto mi bastón tocaba un poste de luz, grueso y chueco, daba vuelta a la izquierda. Caminaba unos pasos y eventualmente sentía un espeso vapor en mis pies que salía del Metro a través de unas rejillas. Giraba entonces a la derecha y bajaba unas largas escaleras.
El tufo de unas pizzas al entrar me corroboraba que estaba en la estación correcta. Recorría un largo pasillo hasta los torniquetes. Tenía tres puntos de referencia, sin contar la corriente del tumulto de gente. Al principio, un sujeto que vendía fundas de celulares con un atractivo vozarrón. A la mitad, un puesto de jugos y tortas, cuyas milanesas me hacían babear del antojo. Y al final, unos pastes hidalguenses que reconocía por el aroma de hojaldre horneado.
Después me mudé a Bucareli, en donde vivo ahora mismo. Las cuadras que camino de mi casa a la estación Juárez están aromatizadas con puestos fritangueros y cigarros de los vendedores que tienen bocinas a todo volumen. Me encanta cuando ponen reggaetón. En la mera entrada hay un puesto de tacos de guisado, otro carnitas, y uno más de pescado frito. Son tan chambeadores que nunca me pierdo. Están desde las siete de la mañana hasta medianoche.
Dentro de la estación me guio por ciertos sonidos. Si voy hacia el sur por algún quehacer, me oriento con el chirrido de una escalera eléctrica, a veces perfumada con un lubricante que huele a carbón vegetal. Doy vuelta a la izquierda al pasarla. Ubico el andén por las televisiones con música o propaganda política. Si en cambio voy al trabajo, rumbo a Indios Verdes, agarro derechito hacia los silbatos de los policías que dan aviso de la llegada del tren, de frente a la escalera por la que bajo. Muchos de ellos ya me conocen y me ayudan.
En contadas ocasiones agarro otras líneas. Mi menos preferida es la que corre de Pantitlán a Tacubaya. Le dicen la línea café. Yo le digo la línea apestosa. Le juro que los únicos olores que percibo allí son sudor, perfumes rancios rebajados con agua, y un chingo de pedos. Por alguna razón que desconozco, las miles de personas que utilizan esa línea tiene severos problemas gástricos. ¡Ah!, y ocasionalmente me llega el olor a esquites que van comiendo otros pasajeros. Quizás sea por eso.
El domingo pasado visité a una amiga que vive cerca de la estación Velódromo. Para volver a mi casa, antes de medianoche, tomé la dichosa línea apestosa. Mi amiga me dejó en el andén. No sé bien a bien cuánto tiempo me dormí durante el trayecto. Según yo fue apenas un minuto. El calorcito de la gente me arrulló y el movimiento constante me sentenció a los sueños. Cuando me bajé en la estación que me tocaba transbordar, nada me cuadró. Aquello olía a caño con notas de trapeador remojado, contrario a lo acostumbrado. Tampoco escuché los habituales ruidos nocturnos, entre ellos, un vendedor de chicles que me sirve de compás.
Caminé hacia la salida. O eso creí. Cuando noté que el pasillo era curvo, me di cuenta de que estaba completamente perdido. Los de la estación correcta son rectos. Intenté pedir ayuda, pero por la hora no había nadie a mi alrededor. O al menos nadie contestó. Decidí volver al andén a esperar el siguiente tren, o el que le siguiera, hasta que alguien me ayudara. Di los mismos pasos de vuelta, pero de pronto, ya no había piso. Me caí de hocico a las vías del tren.